En la Laguna Chica de San Pedro, agua y tierra india, vivía el toqui Galvarino con su hija Llacolén, joven princesa mapuche de belleza indiana. Era de largos cabellos castaños que se los batía el viento cuando corría en medio de la selva o el agua se los distendía al nadar en la laguna.
Era hija predilecta del gran toqui y la estirpe estaba latente en su gracia. Era arrogante su andar y su espíritu pronto a estallar.
El gran toqui un día pensó que la hija debía casarse y entró en conversaciones con el cacique Lonco, que tenía soltero a su hijo Millantú, mozo como de bronce y ancho pecho, que se había distinguido por su valor en varias batallas.
Ascendencia y linaje comprometieron a Llacolén y Millantú. El orgullo y valentía de Llacolén se sintieron heridos por la elección de su padre, ella mandaba su odio y su amor. Le habría gustado ser elegida y no convenida. Pero ella acató la voluntad de su padre.
Mientras, el invasor era resistido en lo espeso de las selvas, y el choque se hacía violento entre espadas y mazas. La tierra se teñía de sangre de español e indio. La conquista se hacía recia y el mapuche indomable.
Llacolén veía partir a la guerra a los mocetones por lo espeso de la selva. Y en medio del bosque, como siempre, iba a nadar largas horas en la laguna. Allí esperaba y soñaba.
Un día fue vista por un apuesto y gallardo capitán español, que a las órdenes de don García Hurtado de Mendoza se encontraba en las nuevas tierras. Vinieron las entrevistas y nació el romance. El amor los empezó a abrasar. Fue un amor que en ambos creció. En Llacolén había surgido el amor anhelado, distinto de aquel impuesto por la voluntad de su padre y la tradición.
Un día en alas del viento llegó la noticia de que Galvarino, en singular combate había caído prisionero y que el gobernador García Hurtado de Mendoza había ordenado cortarle las manos para atemorizar a los indómitos hijos de Arauco. Dicen que Galvarino soportó serenamente el atroz suplicio y aún más, alargó la cabeza al verdugo para que también le fuese cortada.
Una vez terminado el castigo y puesto en libertad, amenazó a sus victimarios y corrió a juntarse con sus compañeros para excitarlos a la venganza. Éstos, lejos de escarmentar, al poco tiempo les presentaban batalla a los españoles, bajo el mando de Caupolicán y entre los combatientes se encontraba Galvarino, quien durante la lucha se batió valientemente a pesar de faltarle ambas manos, siendo después ahorcado junto con otros aguerridos en los árboles más altos de un bosque vecino al campo de batalla.
La hermosa Llacolén no supo entonces si amar u odiar a todos los invasores. La desazón y la duda la invadían. Con su alma atormentada y en la mayor desesperanza, fue a buscar la tranquilidad que le faltaba, en medio de la selva, junto a la laguna.
La noche descendía con su oscuridad lentamente, como envolviéndola, como escondiéndola, hurtándola de su tragedia.
La noche y la luna fueron rotas en su silencio de paz, de armonía espiritual. Al galope de su caballo llegó el capitán español, que con palabras de amor y consuelo quería ahuyentar todo pensamiento perturbador de la mente de la joven.
Mientras, Millantú, desesperado, buscaba a su prometida. Guiado por el instinto y la selva, penetró en la espesura del bosque y dio con ella.
Los celos y la traición de Llacolén hicieron presa en Millantú, y obligó al capitán a entrar en violenta lucha. La espada y la maza se cruzaron innumerables veces hasta que, heridos de muerte, rodaron sobre la hierba los dos cuerpos sin vida.
La luna se abre paso a través de la maraña espesa y platea con sus rayos las aguas de la laguna.
Trastornada, Llacolén busca refugio eterno en las profundas y serenas aguas de la laguna.
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